Camino Covid
Creo recordar que su nombre era Ángel. Siempre he tenido la habilidad, perfeccionada a la fuerza por el paso del tiempo, de ser un desastre para recordar los nombres. Por deformación profesional, y por vocación fotográfica, mi memoria sí es mucho mejor registrando detalles. Pregúntame por información superficial, qué tiempo hacía aquel día, o miles de datos superfluos que puedan surgir en una conversación trivial, pero nunca me preguntes un nombre. No te daré una respuesta correcta hasta haber errado o, irremediablemente, haber quedado mal antes, por lo menos, media docena de veces.
Ángel, aunque oriundo de Oviedo, lleva muchos años ocupándose de forma diligente, con una seriedad que no está discutida con el trato cercano, de la sacristía de la iglesia Santa María A Real en O Cebreiro, puerta de entrada del Camino de Santiago en Galicia. Aquella mañana del sábado 13 de marzo de 2021, día en el que en Galicia se levantaba el enésimo cierre perimetral a causa de la Covid-19, Ángel atendía sus labores en una iglesia y en un poblado completamente desierto y amenazado por la niebla.
Acostumbrado como estaba a ver centenares de peregrinos día tras día, su rostro, tapado por una mascarilla negra, fue incapaz de disimular una mirada de sorpresa, con un punto de alegría, al ver la figura de un peregrino. Hacía semanas que no veía a uno. Una de las grandes lecciones de esta pesadilla que no nos acabamos de sacudir del todo. Lo hasta hace poco cotidiano, incluso anodino, debería ser siempre motivo de celebración.
Según datos de la Oficina del Peregrino, en el año 2019, la cifra total de peregrinos que alcanzaron Santiago de Compostela fue de 347.582, de los cuales, casi la mitad, lo hicieron siguiendo la ruta del Camino Francés. Reflejo de esta magnitud, y de la importancia económico-social de este fenómeno para toda Galicia, es que una localidad como Portomarín, con 1412 habitantes, tiene casi 1500 plazas de alojamiento, las cuales se quedan escasas en la temporada alta de vacaciones. Estas cifras parecía que iban a ser superadas en el 2020 y, literalmente, pulverizadas en el Año Santo Xacobeo 2021, hasta que, una parálisis en forma de virus, se encargó de vaciar unos senderos y unos negocios hasta hace poco masivamente transitados.
Marcelo regenta un albergue casi a la salida de la localidad de Palas de Reis. De su nombre sí me acuerdo perfectamente porque compartí muchas horas hablando con él, primero delante de un café y luego con una copa de vino en una agradable cena. De origen ítalo-brasileño, Marcelo piensa más rápido de lo que habla. Las palabras se le atropellan en la boca, hasta el punto de que en ocasiones cuesta entender lo que dice en un idioma que mezcla castellano, gallego, portugués e italiano.
Marcelo es una metralleta de datos sobre el Camino de Santiago. Está siempre dispuesto a compatir con todo aquel que quiera escuchar, leyendas y teorías sobre el origen de las peregrinaciones, anécdotas de los múltiples Caminos que ha hecho y consejos fuera de guía para la ruta. Marcelo, como Ángel y tantas otras, son de ese tipo de personas que hacen que el Camino de Santiago, como cualquier otra experiencia viajera, pueda ser un recorrido personal de disfrute, aprendizaje y crecimiento.
En la primera semana tras el fin del cierre perimetral de ayuntamientos en Galicia, en marzo de 2021, con una mochila a las espaldas y una cámara fotográfica al hombro, recorrí los 166 kilómetros del Camino Francés que, por territorio gallego, llevan desde O Cebreiro a Santiago de Compostela. Los sucesivos confinamientos pesaban en el plano físico, pero, sobre todo, en el emocional. Buscaba aire puro, un hálito de libertad y sentir la sensación de “desplazamiento” que solamente puedes encontrar en tus pasos cuando caminas.
En cambio, me encontré un Camino inédito a causa de una pandemia, muy distinto a cualquiera de los otros dos que había hecho con anterioridad. Un Camino recorrido en insólita soledad, en el que las sendas estaban vacías y los negocios cerrados, que haría las delicias de Paul Theorux, cuando en El viejo expreso de la Patagonia escribía: “es complicado ver con claridad o pensar atinadamente en compañía de otras personas”.
Fue un Camino de sentimientos encontrados, que iban desde la complacencia de tener para mi único disfrute una ruta milenaria, hasta la pena por ver cómo la pandemia generaba un vacío, otro más, casi absoluto. Como nos sucedió a todos, el Camino se esforzaba, pero aún no se atrevía del todo, a resurgir tímidamente entre tanta incertidumbre.
Si existen tantos viajes como personas, hay tantos Caminos como peregrinos. Se trata, probablemente, de una de las experiencias viajeras más personales que un ser humano puede tener a lo largo de su vida, sobre todo si se opta por hacerla a pie. Las horas caminando, el punto de esfuerzo físico, la conexión (o desconexión) con otros peregrinos, su vertiente religiosa o espiritual, el contacto con la naturaleza, sus lecciones de resiliencia, los diferentes “Ángel” o “Marcelo” que te encontrarás en tu ruta… Una suma de ingredientes demasiado buena como para que cada cual pueda construir su propio relato, su propia experiencia, su propio Camino.
Quizás ahí radique, junto con las adecuadas dosis de promoción turística, la naturaleza de su éxito y su desaforado crecimiento en los últimos años. El Camino contiene una materia prima demasiado buena como para no satisfacer a (casi) todos los paladares viajeros al menos una vez en la vida. Puede que varias incluso, a juzgar por la cantidad de gente que enlaza distintos Caminos año tras año.
Pero en sus fortalezas se esconden también sus amenazas. La masificación de peregrinos dependiendo de la ruta y época del año, su sobreexplotación económica, y el excesivo protagonismo que llega a cobrar sobre alguna de las localidades que recorre, hacen que el Camino cada vez sea menos Camino y se esté transformando en un fenómeno difícil de definir. Una suerte de amalgama entre romería, caminata de Quechua, espiritualidad kitsch, caja registradora y feísmo de sendero, que define lo que muchos han venido a denominar como “turigrinación” de Santiago.
Supongo que existen muchas diferencias entre caminar y peregrinar, pero me gusta más pensar en las interconexiones entre ambos conceptos. Caminar ha sido la forma primigenia del viaje, a pesar de que lo hayamos olvidado en estos tiempos sendentarios en los que pesan más las pantallas que la experiencia sensorial plena que solo tus pasos te pueden dar, tengas o no un destino preestablecido.
En este sentido, el Camino de Santiago, como todo viaje, puede ser lo que el viajero o peregrino quiere que sea. En un contexto teñido de pandemia y excedido en cuanto a limitación de movimientos fue para mí, pura y llanamente, una invitación a caminar. Pero a hacerlo de una manera consciente, reflexiva, que no es otra que aquella que sumerge a tu cuerpo en una forma activa de meditación favorecida por las horas en soledad, la naturaleza y el intercambio de experiencias.
Decían que la Covid-19 nos dejaría un mundo mejor. No creo que eso vaya a ser cierto. Pero, a nivel personal, tengo que reconocer que me ha dado la oportunidad de disfrutar de un Camino auténtico, insólito. Pero sin ser ajeno a que ese mismo Camino guarda una bestia turística dentro que, agazapada, espera resurgir para seguir creciendo hasta, quién sabe, quizás morir de éxito.
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*Tips extra:
«Perdónate» es una bonita pintada. Me recuerda a la que vi en un muro cualquiera en la ciudad de Zaragoza que decía: «quiérete». Tal vez sea lo más espiritual que vi en mi escasísimo recorrido por el camino de Santiago que realicé, que bien sabes que no hice.
En estos tiempos de «infoxicación masiva» y en los que vivimos más rápido de lo que el tiempo marca no sabes el valor que tiene que alguien dedique unos minutos de su vida a leerte y, encima, comentarte. Un millón de gracias Diego. Por lo demás te veo muy «fontcubertiano» 😉